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viernes, 1 de julio de 2011
Isabel II, una biografía para la reflexión. 01.
Es cierto que la vida de Isabel II permitiría caer en el chisme más o me-nos chabacano o en la diatriba antimonárquica de mayor o menor fundamento político. Sin embargo, Isabel Burdiel otorga a su biografiada una dignidad que probablemente no supo ejercer y ofrece al lector un fructífero diálogo entre aquellos años de construcción del sistema liberal y nuestro presente, en el que sigue viva aquella máxima, formulada por el revolucionario Saint-Just, de que «no se puede reinar inocentemente». Así fue como tituló Isabel Burdiel su primera biografía, porque, sin duda, las tensiones entre la corona y el parlamento expresaron por parte de la reina una muy escasa sensibilidad hacia lo que implicaba el respeto a la voluntad nacional. Entender y explicar las decisiones políticas de la reina constituye el objetivo de la investigación de Isabel Burdiel, pero hay que subrayar que, por encima de las veleidades de la reina, todo su comportamiento tuvo como argumento la propia Constitución de 1845, un texto elaborado no por unas constituyentes, sino por unas Cortes ordinarias que cambiaron la carta magna de 1837 (modificación a su vez de la Constitución de 1812). En ese texto, los moderados, liderados por Narváez, establecieron nada menos que el principio de soberanía compartida entre la Nación y la Corona. No se trataba de un juego nominalista entre dos palabras. En la práctica, la Nación se miniaturizó en un cuerpo electoral muy restringido de propietarios, tan solo noventa y nueve mil varones frente a los seiscientos treinta y cinco mil electores de la ley progresista de 1837, en un país de más de doce millones de habitantes. Y esto para el Congreso de los Diputados, porque los miembros del Senado lo eran por designación real. Esas cámaras se atribuyeron la expresión de la voluntad nacional. A su vez, la otra parte de la soberanía, la Corona, pertenecía a la voluntad de una única persona que no solo organizaba el poder ejecutivo, sino que gozaba de la capacidad de disolver el poder legislativo. Más aún, el poder municipal también se supeditaba al ejecutivo gracias a la polémica ley de ayuntamientos. De este modo, el afán de los liberales moderados por armonizar orden y libertad se convirtió en desorden político permanente al concentrarse tamañas atribuciones constitucionales en manos de una persona como la reina Isabel II. La prueba es que en el curso de los diez años siguientes hubo nada menos que dieciséis gobiernos, incluyendo el famoso «ministerio relámpago» en el que la reina y su marido jugaron al escondite durante veinticuatro horas.
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