España no se encuentra ante una simple recesión, ni ante una crisis más o menos grave
El mal llamado ciclo alcista de 1996 a 2008 no fue más que un espejismo y desembocó en un desastre del que costará mucho tiempo recuperarse
JORDI MALUQUER DE MOTES EL PAIS 19 FEB 2012
La historia demuestra que el crecimiento económico moderno ha sufrido frecuentes interrupciones, crisis que se expresan en una fuerte caída del ritmo de aumento del PIB. En dos etapas históricas, en 1881-1896 y 1929-1939, la prolongada postración de la actividad productiva dio forma a sendas Grandes Depresiones. A estas alturas, comenzado el año 2012, resulta obvio que no nos encontramos ante una simple recesión —caída del PIB en dos trimestres consecutivos— ni ante una crisis de mayor o menor gravedad, sino ante una auténtica tercera Gran Depresión.
El estallido de la actual Gran Depresión se produjo en agosto de 2007 con la crisis de las hipotecas subprime en Estados Unidos. Pese a que nos hallamos muy lejos de ponerle fin, la crisis se ha revelado ya mucho más rápida, diversa, compleja y cambiante que ninguna de sus antecesoras; algo así como la madre de todas las crisis. Las crisis económicas nunca han afectado al mundo entero por igual. Se han cebado en aquellos países que padecían de mayor fragilidad y que estaban menos preparados para afrontarlas. Tampoco ahora se trata, como se dice machaconamente, de “una crisis económica mundial”. Lo es por la gravedad de las consecuencias de lo que sucede en Europa sobre el resto del mundo. Pero el PIB de Asia crecerá en 2012 un 7,2%. Brasil y otros países latinoamericanos también obtendrán buenos resultados. Es fundamentalmente la crisis de Latinoeuropa y, sobre todo, de Italia y España. De Islandia, Grecia, Portugal e Irlanda también, pero son economías pequeñas cuya caída no pondrá al mundo patas arriba.
España no iba nada bien.
Nunca se habían cantado las maravillas del crecimiento económico español como se ha hecho en los últimos 15 años. Con referencia a 1996-2007, se ha escrito que la crisis cierra un “ciclo de doce años de vacas gordas” o una etapa de “13 años de crecimiento ininterrumpido y robusto (3,5% de media en este periodo)”. Se ha calificado de “portentoso ciclo alcista”, “década prodigiosa” o de “larguísima década prodigiosa que va de 1996 a 2008”. Se apunta que “la economía pudo crecer desaforadamente” y que “España protagonizó una impresionante historia de éxito”. Y unas cuantas lindezas más. Todo falso. Ha sido un crecimiento económico ficticio. ¿En qué estarían pensando los analistas que contaban aquellas inverosímiles maravillas? ¡Perdónales, Señor, no sabían lo que escribían! ¿O sí lo sabían?
Como conocen todos los estudiantes de primer año de Economía, el crecimiento no se mide por el aumento del PIB, sino del PIB por habitante. En estos años, España ha aumentado su población gracias a una inmigración de dimensiones desconocidas en la historia, muy por encima de los demás países del mundo occidental. Así que, ponderado por el aumento de sus habitantes, el crecimiento del PIB supera por muy poco al crecimiento de la UE de 15 miembros en la primera parte del periodo, para quedar por debajo ya en 2004 y de forma permanente a partir de 2006, según datos de Eurostat.
En comparación con el conjunto del mundo, el resultado es mucho peor: la economía española ha crecido por debajo de la tasa de crecimiento del PIB mundial. El único periodo en que España lideró el crecimiento, solo por detrás de Japón, fue en 1961-1973: nada menos que el 8% de aumento anual del PIB. El tamaño de la economía se multiplicó por un factor 2,7 en solo 13 años. Algo que hoy no podemos siquiera soñar.
Hay que añadir, todavía, que el exceso de crecimiento relativo del PIB español sobre el de la UE, con referencia al tamaño demográfico, es muy inferior a la gigantesca ayuda económica recibida. Se ha crecido algo más que la media gracias a los donativos gentilmente concedidos por alemanes y otros europeos del Norte, cerca de un 1% anual del PIB entre 1996 y 2006. Más, mucho más, que el Plan Marshall que permitió reconstruir Europa después de la II Guerra Mundial. Dos grandes conocedores del tema, José Luis González Vallvé y Miguel Ángel Benedicto Solsona, han calificado estos hechos como “la mayor operación de solidaridad de la historia”. Pero el maná no podía durar eternamente. ¿Quién creyó que nos iban a mantener de por vida? ¿No están ahora ellos, los europeos del Norte, en su derecho de pasar cuentas?
El capitalismo del despilfarro.
La pregunta más grave es otra: ¿qué se hizo de aquella inmensa ayuda recibida, producida por el trabajo de nuestros socios de los países donantes? ¿Ha servido para elevar la productividad relativa y hacer más competitiva la economía? La respuesta es clara: se han construido numerosas líneas del TGV —nuestro entrañable AVE— ruinosas, autopistas y autovías que no llevan a ninguna parte, aeropuertos, universidades, centros tecnológicos, auditorios, polideportivos, sedes de partidos y sindicatos, ciudades de la ciencia y todo lo que usted quiera. Particularmente inquietante aparece el diagnóstico de Germà Bel, cuando anuncia que el lastre para el crecimiento de una infraestructura inútil seguirá en el futuro porque es, en sí mismo, “el problema de España”, su razón de ser.
El país entero se sintió invitado a la fiesta. Pisos en propiedad como derecho constitucional para todos, segundas y terceras residencias, embarcaciones deportivas, vacaciones en las antípodas, bodas y festejos varios por todo lo alto. En fin, ¡a vivir que son cuatro días! Antiguamente, la prosperidad del personal procedía de tener “un tío en América”. De golpe, la cosa era más cercana: “¡Ya somos europeos!”. Como alguien acabaría pagando la factura, ¡tonto el último! El fin de la presunta década dorada es “el estallido de una burbuja inmobiliaria de proporciones monstruosas”, como señaló The Economist, que estamos muy lejos de digerir.
El crecimiento económico depende del aumento de la productividad. La productividad española ha ido de capa caída. El gráfico 2 muestra su evolución en 1996-2010, expresada en porcentaje de la que ha tenido la UE de 27 miembros. El balance es desolador. Pese a los ingentes fondos europeos, la productividad relativa se deterioró hasta 2005. Solo el comienzo de la crisis y la pavorosa destrucción de empleo han permitido recuperar el nivel relativo de 1996, aunque sin consolidar esa recuperación. ¡Gracias a que no trabaja casi nadie! Al paso que vamos, llegaremos a tener el récord mundial de productividad… No se haga el lector muchas ilusiones, la productividad por persona ocupada, en términos reales, no ha mejorado apenas desde 2006. Solo que se ha empezado a deteriorar también en los restantes países de la UE.
La orgía del gasto no ha servido de mucho. Seguimos sin ancho de vía europeo, con el consiguiente diferencial de costes para la exportación a Europa. La última ocurrencia, con la que se despidió el ministro de Fomento saliente, consistió en anunciar la construcción de cinco corredores ferroviarios de ancho europeo. Observe el lector la aguda reflexión de nuestro amable rector y guía: ¿quieren ustedes caldo? Pues, cinco tazas. Si se tarda en hacerlo 50 años, mejor. Así habrá promesas electorales disponibles para lo que nos pueda quedar de vida, si conseguimos sobrevivir. Porque, entre tanto, habrá que recortar otra vez salarios, subir impuestos, congelar pensiones y retrasar de nuevo la edad de jubilación, y solicitar de la bondad humana —señora Merkel o sucesores— que nos sigan subsidiando.
Tarde y mal.
El Gobierno de Rodríguez Zapatero se lució con una pésima gestión de la crisis desde el principio. Ni su país, ni su partido, se merecían este lamentable galimatías. Alfredo Pastor resume: “Diagnósticos engañosos, planes improvisados, órdenes seguidas de contraórdenes, compromisos rotos son los hitos que jalonan una trayectoria lamentable”. La imagen ante el mundo, patética: “Tanta incompetencia agrava nuestra situación ya delicada”, concluye. Quim Monzó escribió, unas semanas atrás, “ni el historiador más benévolo sabrá encontrar nada para poder colocarle en un discreto altar”. Así es. A él, a ellos, desde luego, la historia no les absolverá.
Uno de los problemas más graves de este periodo ha sido el sometimiento de las voces disidentes al silencio. J. Bradford DeLong, ex secretario adjunto del Tesoro de EE UU y profesor de Berkeley, escribe (La ciencia económica en crisis, EL PAÍS, 22 de mayo de 2011): “Cuando los rectores y estudiantes de las universidades exijan pertinencia y utilidad, tal vez esos colegas se pongan a enseñar cómo funciona la economía y dejen a los economistas académicos inmersos en una disciplina reducida a su mínima expresión y que se limite a enseñar la teoría de las opciones lógicas. Necesitamos más historiadores monetarios e historiadores del pensamiento económico y menos constructores de modelos”.
Por cierto, las autoridades universitarias tendrían que reflexionar: ¿por qué se ha eliminado la Historia Económica de España de los planes de estudio de Administración de Empresas? ¿Cabe mayor despropósito? El nuevo Ministro de Educación, Cultura y Deporte debería exigir una urgente rectificación de las universidades públicas. Las privadas, y las escuelas de negocios de la Iglesia (IESE, ESADE, etcétera), que hagan lo que quieran. Algo se ha ganado con la crisis, tristemente. Los ciudadanos, de golpe y sin ponerse a estudiar, han aprendido Economía. No es muy probable que vuelvan a dejarse embaucar por encantadores de serpientes. La democracia española ha perdido su ingenuidad.
Entre tanto, acabamos de batir el récord histórico de déficit público en porcentaje del PIB, el récord histórico del desempleo, el récord histórico del déficit exterior. La Seguridad Social ya está en déficit. ¡Ah! Y no se olviden ustedes de que “la culpa la tenemos todos”. Como si el pobre ciudadano de a pie pudiera cambiar las leyes o decidir las inversiones (¡!) públicas. Un dato para los aficionados a las comparaciones: la tasa de paro de Alemania en diciembre de 2011 se situó en el 6,6%. Es la más baja desde la reunificación en 1990. ¿Alguien se cree lo de que es “una crisis mundial”?
El plan E, o plan Zapatero, fue un programa de inversiones del Gobierno central que comportó una inyección de más de 5.000 millones de euros, fundamentalmente en pequeñas obras públicas. Un empresario, con buen criterio, aseguró que fue “tirar el dinero a la basura”, porque no sirvió para nada. Cabe matizarle: cuando se tira el dinero a la basura siempre hay por allí algún avisado para recogerlo. Como reza el segundo principio de la termodinámica, el dinero no se destruye, solo cambia de manos.
Cui prodest?
El enorme esfuerzo inversor realizado tenía que haber acrecentado nuestra posición competitiva en el mercado mundial. Nada de eso: nuestra exportación es muy baja y depende casi únicamente de un par de comunidades autónomas. Adquirimos toda la tecnología en el extranjero, pero no tenemos nada que vender. Se ha invertido mucho en el exterior, pero se debe casi todo. ¡Suerte que nos quedan el Barça y el Madrid!
Francisco Comín, el mejor especialista en el tema, ha escrito: “Desde que se inventó la deuda (pública y privada), los acreedores mandan. El Estado español (desde los Austrias, el mayor serial defaulter del mundo; este es un récord mundial que todavía ostentamos) es la mejor prueba histórica de que los inversores mandan. Y ahora, por el efecto contagio, por las crisis del euro y por ese historial brillante de mal pagador, los inversores exigen la reducción del déficit. No hay otra salida, si de verdad el Estado español se quiere graduar de una vez en la gestión de la deuda”.
Para entender el desaguisado, hágase el lector la misma pregunta que todos hacemos al leer una novela policíaca:Cui prodest? ¿A quién beneficia? No es verdad que se haya tirado el dinero. Algunos sabían muy bien para dónde iba. Con todo, la principal ganadora del boom de la construcción, estimulado sin escrúpulo alguno por los que mandan, ha sido la recaudación de impuestos. Ya saben, “Hacienda somos todos”. Aunque algunos más que otros.
Luego vienen los particulares. Con tanta nueva infraestructura, muchos se han llenado los bolsillos y otros muchos han encontrado puestos de trabajo, de por vida que no sirven para nada. Construyendo, financiando, administrando y, sobre todo, gobernando. Algunos deben responder ante la Justicia. Otros han gozado, legalmente, de cargos, dietas, viajes, coches oficiales, fondos de pensiones astronómicos y todo tipo de prebendas. A veces, por duplicado, por triplicado, etcétera. Los más listos tienen ya sus ahorrillos en “paradero desconocido”. Los otros, pues ya se sabe, como reza el refrán, “un tonto y su dinero se separan pronto”.
¿La cosa tiene remedio? Sí. Los reaccionarios —siempre los hay, aunque, a veces, muy bien disfrazados— dicen, como san Ignacio de Loyola, “en tiempos de aflicción no hacer mudanza”. Pues resulta que debe ser exactamente al revés. Hay que hacer toda clase de mudanzas. Habrá que apretarse mucho el cinturón. Y pagar las deudas. Y gastar solo en lo que tenga retornos seguros. Y acabar con las subastas a por el voto del personal. Y crear un verdadero mercado de trabajo. Y reformar a fondo el sistema financiero. Y cumplir con la palabra dada. Los gobernantes deben estar sujetos al Código Penal. Las instituciones deben ser transparentes y absolutamente fiables.
Keynes se murió hace tiempo, en 1946. En una economía absolutamente abierta, como la España de hoy, las recetas keynesianas son inaplicables. Aumentar la demanda interna, como recomiendan algunos sabios (¡de izquierdas!), solo traería un aumento extraordinario de las importaciones —sobre todo de China y de Alemania, o de...—, más déficit exterior, más déficit público y, como escribía el poeta Fernando Pessoa, una ruina peor.
La única solución es la mejora de la productividad con reformas estructurales. Hay que acabar con los abusos y las disfunciones. Poner fin al despilfarro de recursos en la Sanidad, exigir algún copago para que la gente no se piense que ir al médico es como ir al café a jugar al dominó, introducir precios reales —o, por lo menos, un poco realistas— en la enseñanza superior y becas para quienes se las ganen, penalizar el absentismo de quienes todavía tienen trabajo, poner peajes a diestro y siniestro, dar fin al gasto suntuario y electoralista en materia de inversiones. No se puede construir un puerto de mar en todas las capitales de provincia por la monserga de la equidad territorial.
Hay que arrimar el hombro y asumir las medidas de quienes tienen ahora la responsabilidad de sacarnos del pozo, aun si no nos gustan. No hay otro remedio. De no hacerlo así, al presidente Rajoy, los mercados, el Fondo Monetario Internacional y la señora Merkel, en tres o cuatro meses, le pondrán en la calle. Si este nuevo Gobierno no logra sacarnos de apuros, pues se elige otro. Felizmente, para eso sirve la democracia. La receta no es muy difícil, aunque la medicina será muy amarga. Pero lo sucedido no debe repetirse jamás.
Jordi Maluquer de Motes es catedrático de Historia Económica en la Universitat Autònoma de Barcelona
No hay comentarios:
Publicar un comentario