jueves, 2 de febrero de 2012

Asunto: Los que más contribuyen al desprecio de la profesionalidad del funcionariado son los políticos ...

Asunto: Los que más contribuyen al desprecio de la profesionalidad del  funcionariado son los políticos ...


           Con el funcionariado está sucediendo lo mismo que con la  crisis económica. Las víctimas son presentadas como culpables y los  auténticos culpables se valen de su poder para desviar  responsabilidades, metiéndoles mano al bolsillo y al horario laboral  de quienes inútilmente proclaman su inocencia. Aquí, con el agravante  de que al ser unas víctimas selectivas, personas que trabajan para la  Administración pública, el resto de la sociedad también las pone en el  punto de mira, como parte de la deuda que se le ha venido encima y no  como una parte más de quienes sufren la crisis. La bajada salarial y  el incremento de jornada de los funcionarios se aplaude de manera  inmisericorde, con la satisfecha sonrisa de los gobernantes por ver  ratificada su decisión.




           Detrás de todo ello hay una ignorancia supina del origen  del funcionariado. Se envidia de su status -y por eso se critica- la  estabilidad que ofrece en el empleo, lo cual en tiempos de paro y de  precariedad laboral es comprensible; pero esta permanencia tiene su  razón de ser en la garantía de independencia de la Administración  respecto de quien gobierne en cada momento; una garantía que es clave  en el Estado de derecho. En coherencia, se establece  constitucionalmente la igualdad de acceso a la función pública,  conforme al mérito y a la capacidad de los concursantes. La expresión  de ganar una plaza «en propiedad» responde a la idea de que al  funcionario no se le puede «expropiar» o privar de su empleo público,  sino en los casos legalmente previstos y nunca por capricho del  político de turno. Cierto que no pocos funcionarios consideran esa  «propiedad» en términos patrimoniales y no funcionales y se apoyan en  ella para un escaso rendimiento laboral, a veces con el beneplácito  sindical; pero esto es corregible mediante la inspección, sin tener  que alterar aquella garantía del Estado de derecho.

           Los que más contribuyen al desprecio de la  profesionalidad del funcionariado son los políticos cuando acceden al  poder. Están tan acostumbrados a medrar en el partido a base de  lealtades y sumisiones personales, que cuando llegan a gobernar no se  fían de los funcionarios que se encuentran. Con frecuencia los ven  como un obstáculo a sus decisiones, como burócratas que ponen  objeciones y controles legales a quienes piensan que no deberían tener  límites por ser representantes de la soberanía popular. En caso de  conflicto, la lealtad del funcionario a la ley y a su función pública  llega a interpretarse por el gobernante como una deslealtad personal  hacia él e incluso como una oculta estrategia al servicio de la  oposición. Para evitar tal escollo han surgido, cada vez en mayor  número, los cargos de confianza al margen de la Administración y de  sus tablas salariales; también se ha provocado una hipertrofia de  cargos de libre designación entre funcionarios, lo que ha suscitado  entre éstos un interés en alinearse políticamente para acceder a  puestos relevantes, que luego tendrán como premio una consolidación  del complemento salarial de alto cargo. El deseo de crear un  funcionariado afín ha conducido a la intromisión directa o indirecta  de los gobernantes en procesos de selección de funcionarios,  influyendo en la convocatoria de plazas, la definición de sus perfiles  y temarios e incluso en la composición de los tribunales. Este modo  clientelar de entender la Administración, en sí mismo una corrupción,  tiene mucho que ver con la corrupción económico-política conocida y  con el fallo en los controles para atajarla.

           Estos gobernantes de todos los colores políticos, pero  sobre todo los que se tildan de liberales, son los que, tras la  perversión causada por ellos mismos en la función pública, arremeten  contra la tropa funcionarial, sea personal sanitario, docente o  puramente administrativo. Si la crisis es general, no es comprensible  que se rebaje el sueldo sólo a los funcionarios y, si lo que se quiere  es gravar a los que tienen un empleo, debería ser una medida general  para todos los que perciben rentas por el trabajo sean de fuente  pública o privada. Con todo, lo más sangrante no es el recorte  económico en el salario del funcionario, sino el insulto personal a su  dignidad.

           Pretender que trabaje media hora más al día no resuelve  ningún problema básico ni ahorra puestos de trabajo, pero sirve para  señalarle como persona poco productiva. Reducir los llamados  «moscosos» o días de libre disposición -que nacieron en parte como un  complemento salarial en especie ante la pérdida de poder adquisitivo-  no alivia en nada a la Administración, ya que jamás se ha contratado a  una persona para sustituir a quien disfruta de esos días, pues se  reparte el trabajo entre los compañeros. La medida sólo sirve para  crispar y desmotivar a un personal que, además de ver cómo se le  rebaja su sueldo, tiene que soportar que los gobernantes lo  estigmaticen como una carga para salir de la crisis. Pura demagogia  para dividir a los paganos. En contraste, los políticos en el poder no  renuncian a sus asesores ni a ninguno de sus generosos y múltiples  emolumentos y prebendas, que en la mayoría de los casos jamás tendrían  ni en la Administración ni en la empresa privada si sólo se valorasen  su mérito y capacidad. Y lo grave es que no hay propósito de enmienda.  No se engañen, la crisis no ha corregido los malos hábitos; todo lo  más, los ha frenado por falta de financiación o, simplemente, ha  forzado a practicarlos de manera más discreta.

FRANCISCO J. BASTIDA (Catedrático de Derecho Constitucional).

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