JAVIER GOMÁ LANZÓN 12/03/2011
Apabullado por un exceso de leyes y normas de todo tipo, el ciudadano clama por la libertad en su vida privada
Ahí va un acertijo: "Súbdito por fuera, libertario por dentro, ¿qué es?". Si no lo adivinas, te doy algunas pistas. Hoy el hombre común, el hombre de a pie, se halla siempre fuera de norma. Son tantas las leyes concurrentes y de origen tan diverso que es muy difícil, si no imposible, conocerlas y cumplirlas todas y ni la más escrupulosa de las conciencias puede evitar, siquiera por inadvertencia, contravenir algún artículo perdido de una de esas miles de disposiciones normativas vigentes. Toda clase de normas -circulares, ordenanzas, decretos, reglamentos, leyes ordinarias y orgánicas, directivas- y toda clase de fuentes -municipales, autonómicas, estatales, europeas, internacionales, multiplicadas con concejalías, consejerías, ministerios y agencias independientes- se entrecruzan y solapan en confuso y espeso entramado para caer como una plaga sobre el desavisado ciudadano. Hacer en la propia casa una reforma o una fiesta con música y baile, encender un cigarrillo, comprar una botella de vino, tirar unas pilas a la basura, pasear el perro, ir a pescar o incluso, para quien se le antoje, torear desnudo en la dehesa a la luz de la Luna son comportamientos intensamente regulados por leyes urbanísticas, vecinales, viales, medioambientales y fiscales por razones todas ellas tan atendibles como agobiantes.El Estado debe aceptar un límite infranqueable, que es el dibujado por el perímetro de la 'interioridad'
Por incuria o por táctica, las autoridades administrativas no aplican siempre las sanciones previstas en el ordenamiento para esas desviaciones toleradasde facto y el resultado práctico es que el ciudadano común es invariablemente un sujeto fuera de norma sobre el que, con arreglo a la ley, pende siempre un justo castigo, lo que, en sentido estricto, le convierte en súbdito a merced de la arbitrariedad de los poderes. Quizá las revoluciones modernas han librado al hombre del deber de rendir homenaje a un príncipe altivo pero nadie le ha exonerado aún de la servidumbre de implorar la benevolencia de las oficinas burocráticas.
El hombre se toma venganza contra esta maraña insoportable que envuelve el espacio público replegándose en su jardín privado, donde por fin se siente libre. Frente al reglamentismo jurídico-burocrático del orden social, la embriaguez de una vida privada refractaria a toda norma en general, ya sea jurídica, ética o estética. En determinado momento de la historia reciente el hombre llegó al siguiente pacto social: de un lado, el monopolio de la violencia legítima se confía al Estado, el cual se reserva la potestad de aprobar leyes vinculantes sobre la exterioridad de la vida y a ejecutarlas coactivamente por medio de su cuadro de funcionarios, una potestad de la que el Estado ha tenido que hacer un uso expansivo en los últimos tiempos por la complejidad inmanente al control y gobierno de una sociedad como la nuestra caracterizada por el ascenso de la masa al escenario de la historia.
Ahora bien, en el ejercicio de estas prerrogativas exorbitantes el Estado debe aceptar -es la otra cláusula del pacto- un límite infranqueable, que es el dibujado por el perímetro de la interioridad de la vida privada, un ámbito donde se le reconoce al yo el derecho inconcuso a elegir sin interferencias el estilo de vida que desea sin necesidad de rendir cuentas a nadie, se diría que ni siquiera a sí mismo, porque el pluralismo relativista producido por el declinar de las ideologías ha liberado a ese yo emotivista del deber de atenerse a reglas éticas universales y ha hecho del fuero interno un lugar libertario sin ley, donde no cabe discriminar entre formas superiores e inferiores de uso de la libertad y todo está permitido mientras no perjudique a tercero.
En suma, normativismo y anomia son los dos rostros, cada uno mirando a un lado opuesto, de ese Jano bifronte que es la cultura contemporánea. Y la consolidación reciente de la democracia de masas no ha hecho más que apuntalar esta tensión no resuelta, porque la coactividad burocrática que ocupa el fuero externo está legitimada por los impecables procedimientos de nuestro Estado de Derecho, fundado en la soberanía popular, mientras que, por su parte, la anarquía moral del fuero interno se halla protegida, al máximo nivel, en la tabla de derechos fundamentales de las constituciones modernas.
Ya he dado suficientes pistas para resolver el acertijo propuesto al principio: "Súbdito por fuera, libertario por dentro, ¿qué es?". Lo has adivinado: somos tú y yo, querido lector, mientras este dualismo anacrónico siga presidiendo la organización de nuestras vidas, divididas absurdamente en dos compartimentos estancos. Al final hemos caído en los dos peligros que, con rara clarividencia, ya avizoró Tocqueville cuando dijo que "la igualdad produce en efecto dos tendencias: la una conduce directamente a los hombres a la independencia y puede empujarlos a la anarquía; la otra les conduce por un camino más largo, más secreto, pero más seguro, hacia la servidumbre".
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