Muera el político, viva el Estado
PEDRO UGARTE EL PAIS 19/03/2011
Pocos grupos profesionales cuentan con peor consideración que los políticos, aunque uno no comparte la descalificación sumaria e indiscriminada que se practica sobre ellos. En política, como en la pescadería o en la cátedra, hay personas ejemplares y verdaderos miserables. Pero sorprende que el odio a la clase política esté tan extendido como la devoción al Estado. La clase política es criticada sistemáticamente, a veces con razón, a veces sin ella, mientras que el Estado, como concepto, es depositario indiscutido de todas las virtudes. Algo falla en el doble argumento.
Hace poco escuché decir a un tertuliano que la construcción de vivienda no debía estar en manos de empresas, sino en manos de "la sociedad". Quería decir, claro, que debía estar en manos del Estado. El colmo de la mitificación del Estado consiste en equipararlo a sociedad, cuando es precisamente, en términos políticos, su opuesto. Y eso no es un leve desplazamiento léxico, sino una expropiación lingüística y mental.
Es grave que muchas personas confíen sus vidas al mayor o menor acierto de la burocracia, pero es aún más grave considerar que la sociedad, en la mejor retórica mussoliniana, se subsume en el Estado. La idea sólo se sostiene bajo la presunción de que no se nos puede dejar solos, porque somos ineptos, coléricos, egoístas o una mezcla de esas cosas. Las nuevas generaciones quizás desconocen la célebre coletilla que se atribuyó a Francisco Franco: "No se os puede dejar solos". Porque es la desconfianza en el ser humano y la ciega confianza en el poder el espíritu que anima a todas las dictaduras, pero también a los bienhechores profesionales, esa subespecie tan peligrosa.
Muchas personas identifican a la clase política con la sucia realidad y al Estado con una paradisíaca utopía. Por eso consideran que el Estado debería ser omnipotente y por eso juzgan que sus desgracias particulares sólo pueden explicarse porque los que lo gestionan hacen mal su trabajo. Piensan que la realidad es mudable por decreto y mantienen la fe ciega en que el Estado, si estuviera en buenas manos, si emprendiera las radicales reformas necesarias, resolvería sus problemas personales en un abrir y cerrar de ojos.
Esa guiñolesca concepción gobierna nuestra cultura política: el Estado debe resolverme la vida, pero, como sigo teniendo problemas, eso es debido a que sus gestores son ineptos. El efecto final es turbador: el mito del Estado permanece intacto mientras que la democracia representativa, el sistema de partidos o la institución parlamentaria padecen la ira y el descrédito del pueblo. Los políticos no son una raza particularmente admirable, pero todo proyecto totalitario siempre se apoya en una descalificación sumaria, indiscriminada, de aquellos. Y hay cosas que los políticos no pueden resolver, aunque se nos eduque estúpidamente en lo contrario.
Hace poco escuché decir a un tertuliano que la construcción de vivienda no debía estar en manos de empresas, sino en manos de "la sociedad". Quería decir, claro, que debía estar en manos del Estado. El colmo de la mitificación del Estado consiste en equipararlo a sociedad, cuando es precisamente, en términos políticos, su opuesto. Y eso no es un leve desplazamiento léxico, sino una expropiación lingüística y mental.
Es grave que muchas personas confíen sus vidas al mayor o menor acierto de la burocracia, pero es aún más grave considerar que la sociedad, en la mejor retórica mussoliniana, se subsume en el Estado. La idea sólo se sostiene bajo la presunción de que no se nos puede dejar solos, porque somos ineptos, coléricos, egoístas o una mezcla de esas cosas. Las nuevas generaciones quizás desconocen la célebre coletilla que se atribuyó a Francisco Franco: "No se os puede dejar solos". Porque es la desconfianza en el ser humano y la ciega confianza en el poder el espíritu que anima a todas las dictaduras, pero también a los bienhechores profesionales, esa subespecie tan peligrosa.
Muchas personas identifican a la clase política con la sucia realidad y al Estado con una paradisíaca utopía. Por eso consideran que el Estado debería ser omnipotente y por eso juzgan que sus desgracias particulares sólo pueden explicarse porque los que lo gestionan hacen mal su trabajo. Piensan que la realidad es mudable por decreto y mantienen la fe ciega en que el Estado, si estuviera en buenas manos, si emprendiera las radicales reformas necesarias, resolvería sus problemas personales en un abrir y cerrar de ojos.
Esa guiñolesca concepción gobierna nuestra cultura política: el Estado debe resolverme la vida, pero, como sigo teniendo problemas, eso es debido a que sus gestores son ineptos. El efecto final es turbador: el mito del Estado permanece intacto mientras que la democracia representativa, el sistema de partidos o la institución parlamentaria padecen la ira y el descrédito del pueblo. Los políticos no son una raza particularmente admirable, pero todo proyecto totalitario siempre se apoya en una descalificación sumaria, indiscriminada, de aquellos. Y hay cosas que los políticos no pueden resolver, aunque se nos eduque estúpidamente en lo contrario.
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